viernes, 31 de agosto de 2007

Maratón (de palabras)


490 a.C.

No es cicatriz la del rostro del guerrero. Cicatriz es la sal que respiran los medos* desde hace meses en cada barco, que araña los labios hasta la muerte, que vicia el aire que los ahogará esta noche, que los ha mecido hasta estas costas. Cicatriz es su calma, marchita ante la espera.

Respiran pesados, todos pesados en esta llanura sempiterna donde más de la mitad morirán. Griegos y persas se embriagan entre su propio sudor, entre el aire del Egeo que pronto será sangre, como el agua, como la hierba, y como el Sol cuando se ponga; en el cénit de la matanza.

“Soldado griego, hoplita:
Tu escudo defiende lo más puro y cierto.
Tu lanza incansable se alza,
desgarrando esclavitud y muerte…


Las velas de los barcos quedan atrás, combadas al aire, irguiéndose sobre sus cascos y sobre sus hombres a su vez. Ellas gobiernan como dioses inertes la voluntad de todo hombre. Moles sáuricas labradas con cincel de llaga y callos. La masa de medos se extiende ante las naves, como un desierto policromado, de dunas por banderas y chacales por sátrapas. Padres cautivos del horror bélico, esclavos de su patria, mártires anónimos.

Suenan los cuernos.

Y el Sol, que emerge, parece fijar su atención en el campo de batalla, lamiendo con sus rayos cada casco de bronce o hierro, hundiendo a cada hombre en el peso muerto de su propia armadura. Auspicio de cadáveres peludos. El rocío es en la llanura el de un desierto al mediodía, no hay nada entumecido salvo la mente. Ése es el ardor guerrero, ése es el ser del persa.

…Soldado griego, hoplita:
Tu razón me ilumina en la selva oscura.
Tu casco alado, penacho de oro
Es divina ofrenda que te enciende…


Ruge el volcán de Artafernes*, levantando por polvo la humareda de mil incendios. Sus tribus, pagadas y dirigidas por jefes independientes, respetan su posición en el campo por la imposibilidad de moverse. Obedecen la estrategia por la sencillez de avanzar hasta vencer o encontrar la muerte. Luchan por lo tribal de su esencia, por el miedo a su dios.

…Enviado de los dioses,
Tú eres paz y justicia.
En tu asta la virtud
Atraviesa mi negrura…


Y el martillo se dirige hacia su yunque. Donde las lanzas esperan inamovibles como la Muerte; pared de lambdas doradas. Hombres de toda Grecia.

Diez mil alientos se cortan de golpe, sin sangre. Los griegos, desde su posición elevada, adivinan bosques de arcos tensarse como cigarras en pleno verano. El arma de Oriente, espina de Apolo.

Milcíades* el estratego ordena la carga. Y sus falanges, avanzan.

Desde lo alto de la colina ruge la ópera patriótica, miles de atenienses cargan con sus hoplones por techo; los jefes de línea, solistas en cada unidad de combate, dirigen a gritos bloques que por momentos se disuelven.

...Pues yo soy la barbarie, heraldo del viento arreciante.
Yo traigo la mezcla y la sangre,
Y el azul de Babilonia donde no alcanza el tiempo…


Silban las flechas ante tanta percusión de pies, con un chasquido de cuerdas. Una bandada de cuervos negros con hambre surcan el cielo, rasgan la carne, y desgarran el tendón de los Aquiles dorados. Y entre los medos, brazos desencajados recargan sus armas, obligados por lenguas que no entienden; disparando a aquellos que a sangre y fuego les redimirán al atardecer.

Pero el ateniense es ilustrado, y su escudo detiene la flecha al cubrirse con el antebrazo. Y así avanzan sin apenas bajas, alzando también sus astas para atravesar los cuellos persas, infelices que en la forma del casco griego adivinan la derrota. Y disparan de nuevo.

Suenan los tambores en los pies de los atenienses, que aceleran su carrera. Los arqueros persas se pierden entre los demás soldados como arena dispersa que entre los dedos se escurre, dejando en cimientos la estructura que recibirá el impacto; embestida de divinas lanzas. A pocos pasos, las líneas persas inician una carrera contraofensiva: armados con valor esclavo y azotados por los látigos del miedo, las tropas de primera línea aceptan su muerte con gloriosa calma. Y bajan sus lanzas, augurando la muerte ante las armas griegas que los apuntan, y aprietan sus mandíbulas, y muestran sus escudos de mimbre,

que revientan.

Y la sangre empapa los rostros de sus compañeros a su espalda, los cuellos se abren a las hojas que han desgarrado sus ropajes, los escudos se quiebran ante el golpe del hierro y del cuerpo. Persia entera sangra. Mientras griegos de henchidos brazos cosechan la muerte, avanzando sobre el trigo de Oriente, que no ofrece más que la lastimera resistencia de una fiera mellada y famélica.

…Yo soy el Caos que tu Sol no detiene,
Mar de arena que te ahoga la mente,
Nube eterna, noche perenne…


Pero de nuevo suenan los cuernos de Ormuz*, y bestias tártaras galopan sobre la Hélade. El choque de la caballería persa es el vacío de sonido en el fragor de la batalla. Su brutal envite ensordece y ahoga los gritos de aliento de ambos bandos; mientras animales y hombres son mutuamente despedazados, en una orgía sangrienta sobre la que baila Dioniso. Cede Atenas ante seres inferiores, y su grandeza se pudre en el orgullo manchado. Bajo los escudos griegos, cuerpos ajenos defienden la voluntad de su dios Darío. Sin embargo, la ilusión es fugaz, y la mente acierta.

…Pues yo soy la barbarie, heraldo del viento arreciante.
Yo traigo la mezcla y la sangre,
Y el azul de Babilonia donde no alcanza el tiempo…


Milcíades el estratego se regocija ante su triunfo contemplando el transcurso del combate, sus ojos de halcón brillan soberbios, su lanza quiebra cráneos para celebrar su cultura superior. Los flancos griegos, en mayor número, envuelven la línea persa encerrada entre colinas. Las falanges de primera línea, con sus lanzas clavadas en el suelo, aguantan el peso de la marea humana, escudados ya tras un muro de cuerpos inertes y mutilados.

Artafernes se atraganta ordenando retirada, y el Sol les rinde tributo tiñendo de púrpura el cielo. Y el mar, rojo, les recibe bajo las pasarelas que convierten barcos en termiteros; que permiten patético desfile en honor a las víctimas, que crujen bajo el peso de persas astillados.

…Ares te proteja desde su carro.
Unte de olvido tu
Dorado muro.”

Los griegos, magnánimos, acosan a lanzazos las espaldas de los que huyen. Clavando moribundos en tierra libre, expulsando a los aún vivos de su hogar sereno.

*Medos: persas.
*Milcíades: general griego durante la batalla de Maratón
*Artafernes: comandante en jefe persa durante la batalla de Maratón
*Ormuz: Ahura Mazda, dios supremo persa.

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