Las noches por la mañana sorprenden cuando tienes diez años. Era una hora de caminata hasta el edificio de piedra. Las cuatro figuras paso a paso por la calle vacía, con las carteras a la espalda y las manos en los bolsillos. Desayunados. En el pueblo no pasábamos hambre, pero tú, Adela… Tú en esos tiempos adonde ibas era a buscar comida al metro, pobre.
De nueve a una, y de tres a cinco, los niños del pueblo nos reuníamos para observar una cabeza pelada y yerma que sobresalía de la sotana. De nueve a una. De nueve a… A las nueve ya todos nosotros habíamos cruzado la estepa rusa para llegar desde nuestras casas a la escuela. A las nueve todos habíamos escalado el Everest y colonizado
Recuerdo cómo esa trenca era rala y estaba raída. Los botones separados dejan siempre espacio suficiente como para que el aire entre por ellos y se te cuele bajo el jersey. Las ventanas grandes y acristaladas soportaban la soledad de cada mañana. Mamá decía que peores tiempos habían pasado. Y yo, frotándome las manos entumecidas, pensaba: “claro, como ella lleva guantes…”
Una vez dentro de clase, rascaba siete horas el grafito de mi lápiz contra la hoja. Porque eso no era escribir. Y mientras, el profesor, sucedía gemidos roncos con nombre de río español. Porque eso no era hablar.
Y recuerdo la estufa por su metal negro y plano, no por su función nula. La tarima plana y larga. Los niños respirando vaho y el espacio entre nosotros. El cristal del retrato. La cruz y las cuentas. El color gris.
Creo que es el color gris lo que me hace recordarlo todo.