miércoles, 19 de diciembre de 2007

Darix II

Darix extendió el brazo herido hacia la espada, intentando rodear la empuñadura con sus dedos, pero ni siquiera alcanzaba a sentir el sudado cuero del mango. Le dolía todo y sangraba a borbotones por el vientre, se llevó una mano para contener la hemorragia e intento alzar la cabeza para verse la herida.

Fue entonces cuando comprobó la crueldad de Belenos, la diosa, que había dejado cerca del guerrero un escudo de bronce. Este escudo, abollado, era lo suficientemente nítido como para reflejarle; y se vio.

Recordaba la mañana anterior, cuando en la aldea se había despedido de su mujer frente al pequeño lago de su cabaña. Las ropas que antaño lucían blancas y limpias, de lino hilado a mano, caían ahora rasgadas, a jirones, sobre un cuerpo arado de tajos y heridas.


No quedaba nada de sus botas de piel de jabalí. Nadie en las canciones de Teutates narra el valor de los guerreros como realmente es. Nadie canta sobre el frío de los pies desnudos, con las botas peladas por la roca y la carrera, pisando cadáveres y sangre. Miró sus dedos destrozados y negruzcos, no necesitaban un reflejo para recordar su antigua fuerza cuando subía a los árboles por muérdago.

Temía levantar la cabeza, lo poco que su quejumbroso cuello le dejaba, alzó los ojos. Los ojos hundidos por una vida de tensión, cansados por la vigilia y rojos por la pérdida. Las mejillas, de pómulos altos, lucían heridas brillantes como rayos en la noche. Miró su barba, ahora nada más que un coágulo de pelo y sangre, y recordó la ceremonia de iniciación: cuando el Jefe le dijo que su barba era la mejor de los jóvenes del pueblo.

Hoy ni siquiera distinguía la boca, y sólo conseguía respirar muerte.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Darix I

Los cuernos de guerra tronaron.

Darix ajustó la correa de su cinto y envainó la espada de su padre. Salía de su cabaña agachando la nuca mientras sonaba el fragor de las armas entrechocar entre sí: los guerreros se preparaban para la batalla. Él caminó hacia el lago, donde su hijo bruñía un escudo con esmero y un paño viejo. El pequeño le sonrió. Miró la aldea, en tonos pardos bajo la sombra de las diosas montañas. Y suspiró recogiendo el casco.

Fue en ese preciso momento cuando chapoteó una rana en el agua, y las ondas, turbando la calma de la laguna, le hicieron mirarse en ella.

Su rostro, tostado por los días, era alargado, como la mayoría de los otros galos en la aldea. La roja cabellera se escondía tras los hombros como hace el Sol al atardecer, y dos trenzas le encuadraban el rostro, alzando sus pómulos y afilando su gesto.

Sus ojos pardos se escondían como águilas al acecho, aún entrecerrados por el sueño. Y bajo éstos, la larga barba caía en maraña hasta el pecho.

Miró a su hijo con los ojos azotados. Se oía su respiración calmarse y excitarse cada instante.

Caminó hacia la pequeña figura y cogió el escudo. Volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia los hombres. El reflejo del agua aún mostraba sus anchos hombros moviéndose al caminar.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Negro

Todo lo abarca, todo lo atrapa, todo lo ahoga.

Y su letra es la o, pero no existen palabras. Ellas fueron las primeras.