jueves, 13 de diciembre de 2007

Darix I

Los cuernos de guerra tronaron.

Darix ajustó la correa de su cinto y envainó la espada de su padre. Salía de su cabaña agachando la nuca mientras sonaba el fragor de las armas entrechocar entre sí: los guerreros se preparaban para la batalla. Él caminó hacia el lago, donde su hijo bruñía un escudo con esmero y un paño viejo. El pequeño le sonrió. Miró la aldea, en tonos pardos bajo la sombra de las diosas montañas. Y suspiró recogiendo el casco.

Fue en ese preciso momento cuando chapoteó una rana en el agua, y las ondas, turbando la calma de la laguna, le hicieron mirarse en ella.

Su rostro, tostado por los días, era alargado, como la mayoría de los otros galos en la aldea. La roja cabellera se escondía tras los hombros como hace el Sol al atardecer, y dos trenzas le encuadraban el rostro, alzando sus pómulos y afilando su gesto.

Sus ojos pardos se escondían como águilas al acecho, aún entrecerrados por el sueño. Y bajo éstos, la larga barba caía en maraña hasta el pecho.

Miró a su hijo con los ojos azotados. Se oía su respiración calmarse y excitarse cada instante.

Caminó hacia la pequeña figura y cogió el escudo. Volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia los hombres. El reflejo del agua aún mostraba sus anchos hombros moviéndose al caminar.

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