lunes, 15 de octubre de 2007

Mañana


Leo despegó los párpados, si bien el movimiento fue rápido y enérgico. Su cuerpo estaba cubierto apenas por unas sábanas de algodón, y reposaba dulcemente sobre el colchón firme. Se llevó las manos a la cara para despejarse, la luz que entraba por el ventanal le cegaba, y algo dentro le empujaba a querer vivir el día; quizá fuese ese extraño sabor de boca, una exótica mezcla entre la satisfacción por algo anterior, y las ansias por algo a saborear. Movió el hombro sin darse cuenta, y un suave tacto cálido le acarició la piel, girando el rostro con un frotar sobre la almohada encontró que no estaba solo.

Ella tenía el pelo oscuro, y no le sonaba de nada. La observó desde su posición, aunque no pudo evitar girarse levemente para abarcar el cuerpo semidesnudo con la curva del suyo propio: necesitaba inconscientemente un contacto directo y continuo. Las telas arrugadas cubrían sus curvas con un decoro increíble, le pareció a él, colocadas con dedos divinos; le sugerían justo lo que prefería adivinar él mismo. No pudo evitar desalar su nuca antes de levantarse. Le extrañaba mucho no recordar a alguien así.

Una vez en pie, se puso la camiseta mientras observaba la habitación. Los tonos crema y blanco se cruzaban elegantemente, y todo parecía ordenado con un gusto exquisito y tenue al tiempo. Se acercó a la mesilla de ella, y agachándose como un niño que juega en la playa, observó el rostro dormido con gesto curioso. “La verdad es que es deliciosa”, pensó, “casi merece la pena despertarla para probar cómo es y conocernos”. Sin embargo, tenía hambre, y su práctica mente opinó que ésa era la verdadera preferencia.

Caminó descalzo por la moqueta saliendo de la habitación; el resto del piso, en tarima flotante, parecía recibir cada apoyo de sus pies con intención de atraparle: cálida y flexiblemente. Buscó la cocina de forma inconsciente, pues su mente no le permitía salir de un estado observante perpetuo, la casa era toda luz y eso le agradaba hasta casi la hipnosis.

Se preparó rápidamente un café, siempre se consideró un tipo ágil para satisfacer sus necesidades básicas, y con el vaso en la mano caminó hacia adonde le dirigieran sus interesadas piernas.

El maldito café le resultaba anómalamente cargado de buen sabor, parecía como si nunca lo hubiese probado antes; y en medio de un trago abrió unas cortinas de lino claro.
Le confundió no saber si era el desayuno o lo que estaba viendo, pero algo le provocaba un regocijo fluctuante en el estómago. Salió decidido a la terraza.

Un golpe de brisa marítima le abrió las aletas de golpe, era la segunda vez en la que el día parecía frenarle, pero aquel campo amarillo y cimbreante que separaba su persona del mar se le antojaba un paisaje precioso. “Qué dos colores” pensó apoyado en una balconada de madera. No entendía por qué ella no estaba disfrutando el día desde el amanecer: si viviese aquí, él no podría hacer nada sino vivir.

Bajó por unas escaleras que la propia terraza tenía, con el vaso aún en la mano, y se dispuso a cruzar el campo para darse un baño vespertino. Al principio le molestó bastante el tacto de las secas plantas bajo sus pies: realmente la naturaleza no resultaba tan ordenada y cuidadosa como le pareciese desde arriba. A pesar de ello, su mano se paseaba deslizándose por la superficie amarillenta, y su mente también paseaba al mismo ritmo y compás. ¿Dónde estaba? No parecía encontrarse en un lugar conocido, y sin embargo todo le atraía. ¿Cómo había llegado allí? No podía recordar qué le había empujado hacia allí. De cualquier manera, parecía haber elegido bien.

Al salir del campo tenía los pies un poco dolidos: el conjunto de tierra, pequeñas piedras y plantas secas le había curtido la palma del pie como para sentir una molestia considerable. Por ello, agradeció al principio el tacto de la arena de las primeras dunas.

Pero, según avanzaba, el calor de la propia arena comenzaba a molestarle. Miró alrededor por instinto, y lo cierto es que no vio a nadie: ¿qué costa es ésta? Ni siquiera si realmente estoy solo. Sin saber por qué, no miró atrás para comprobar lo aislada que pudiera estar la casa.

Aceleró el paso, pues ya le quemaba tanto calor y tanto granulado punzante. Las conchas no las había visto desde arriba, pero eso no quería decir que al pisarlas no se le clavaran casi con saña. Suspiró de placer al palpar arena mojada: dura, firme, compacta, fresca y esponjosa. Entró en el agua con nuevas energías.

Al pisar el suelo movedizo, recibió la bienvenida de unas algas, así que caminó rápido para deshacerse de ellas. El salitre del aire y agua le agobiaba un poco ahora que lo percibía con más intensidad, y sentía el aplomo y la presión de la atmósfera golpeándole el rostro con fuerza. El vello de su propio cuerpo se empapaba y pegaba a las piernas, y le extrañaba sentir una humedad diferente a la habitual en la ducha: no podía controlarla él, estaba plenamente sumergido en agua, y eso no le convencía. Dejó caer el vaso en el mar.

Giró sobre sus talones y volvió a la casa. Entró en la cama y se acostó junto a su cuerpo desnudo. Cerró los ojos de nuevo, y esperó entredormido a que se despertase. Al fin y al cabo, ella lo conocía todo mejor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué romántico.