viernes, 7 de septiembre de 2007

Óleo en clave de Sol (Arte)


Otro texto que nadie va a leer, una personificación del arte:

El niño se sentó en la butaca y miró a la puerta
- Ey, oíd, ¿seguro que es aquí? Ey… Ey, tenéis la puerta rota. Me he fijado en que la cerradura suena raro. ¿Hola?
Encogió sus hombros. Se encontraba comodísimo, hundido entre los cojines del asiento. Recostó la nuca sobre el respaldo y miró el techo.
La sala entera era espejos, en todas direcciones veía su reflejo. Pero eso ya lo había superado, no le importaba ser varias personas a la vez. De hecho, empezaba a quedarse dormido cuando el quicio de la puerta le despertó con un ruido.

La puerta se abrió, y una mujer cruzó el umbral. No aparentaba más de la treintena, de cuerpo estilizado y facciones suaves, se erguía ante él con un porte casi altivo. El pelo le caía sin recogimiento alguno por la espalda: una melena entre rojiza y parda, que le confundía, pues sugería ramas y hojas prendidas de los cabellos. Un vestido rojo y sencillo contrastaba con el dorado de su piel. Se sentó en un taburete que traía. Se sentó frente a él.
- ¿Eh? – Se incorporó de golpe y echó un vistazo rápido a la propietaria de esa telaraña en apariencia.- ¿Quién eres? – preguntó el muchacho.

Ella no contestó, lo cual le contrariaba un poco. Se limitó a guiñarle un ojo, y a observarle deliciosamente sentada.
- ¿Quién eres? Contesta. ¿Qué hago aquí?
No dijo nada. Ambos callaron. Él no encontraba comunicación, y su cuerpo le empujaba hacia las preferencias más importantes. Escrutó su rostro, buscando intenciones. Escrutó su cuerpo, desvelando intenciones. Pasaron los minutos en un silencio contemplativo.

- Buenas noches, nene. Me han dicho que venías a buscarme, me han dicho que querías encontrarme.
- ¿Cómo dices? – apenas podía hablar pensando las palabras, la presencia de aquella mujer le colapsaba un poco las neuronas. Ella escapaba a su razón.
- El interés es algo curioso, bombón. Tú me buscabas. ¿Qué es lo que te interesa de mí? ¿No soy demasiado para lo que tú estás buscando? ¿No estoy un poco lejos de donde pueden llegar tus aspiraciones, chiquitín?

No entendía sus palabras cuando hablaba. Se detenía en escrutar cada pliegue que formaban sus labios, en cómo rozaban sus dientes la piel al entreabrir su boca después de cada frase. Le invitaba a conversar aún más. Algo en la melodía de sus palabras le nublaba el entendimiento, y a pesar de querer escucharla, no podía. Se preguntaba qué era lo que hacía de esa mujer adulta un ser tan atrayente. Perseguía como un halcón la línea de sus piernas, hasta que ésta se perdía bajo el ramaje del vestido; buscaba qué formas podrían dibujar los lunares de su cuello, para explicar la tenaza que ejercían sobre sus pupilas; clamaba por una panorámica de su cabello, suplicaba aislar esa cascada de tonos vivos para poder percibirla con claridad, llamaba a gritos a la concentración,…

- ¿Por qué has venido? Yo estaba aquí solo.
- Llevas mucho tiempo viéndome, ¿cuánto hace que vives en el edificio? Te has cruzado conmigo miles de veces y sé que te apetecía estar conmigo a solas, mi dulce lobo.
- Yo he estado aquí solo todo el rato, y de pronto has llegado. ¡Háblame! Sé que si te hubiera visto antes yo habría hablado contigo. Estoy seguro de que lo habría hecho.
- No pienses en tu pasado, porque te equivocas, mi amor. No hay nada que pudieras haber corregido, ni pensar atrás te va a hacer entender por qué he venido hoy y por qué hoy me ves. Recuerdo que intentabas abordarme en el ascensor, cuando bajabas con tus amigos, recuerdo que un día casi me llamaste por el hombro antes de salir.

Fijaba la mirada en sus ojos. Su iris le perdía en espirales de tristeza y tiempo. Le perturbaba aquella mujer tan insinuante, a la que por otro lado no conseguía entender. Oía un rumor, oía palabras en su oreja pero no conseguía enlazarlas como mensajes lógicos.

- ¿Pero por qué no me dices nada en mi idioma, si estás aquí? Si casi te leo los labios. ¡Dime algo! – buscaba una sonrisa de entendimiento, complicidad, o incluso pena. Pero ahora ella le guiñaba un ojo: siempre conseguía fintar su lógica. Y entonces volvía a zumbar, más como miel que como abeja.
- Siempre te hablo, siempre te miro e intento que me mires. Yo te deseo a ti, yo quiero que seas mío y estés a mi lado siempre. Yo te necesito para vivir, y tú me necesitas a mí. Y lo sabes, cielo.
- Dime algo ya, porque no puedo oírte sin entenderte.

Aun así, aun sin nada, aun vacío, le perdía su cuerpo en todos los sentidos: cómo era, cómo olía, cómo sonaba, cómo se adivinaba su piel. Le perdía incluso más no entenderla. Desde luego, estaba perdido.
Ella volvió a guiñarle.

Se levantó y caminó rápido hacia la puerta. De un golpe intentó abrir el picaporte, pero ahora parecía cerrado. Volvió a girarse y se apoyó en la madera. Ella estaba en todos lados ahora. Ahora.
- ¿Qué quieres decirme? ¿Qué puedes decirme? ¿Realmente puedes decirme algo, en mi idioma, que me sea útil?
- Ven, ven conmigo y te enseñaré.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Fue? Siguió a la mujer?